lunes, 5 de diciembre de 2011

Entre sus brazos...

A veces ocurren sucesos que nos marcan de por vida. Circunstancias que nunca creíste que podías llegar a vivir, imágenes que jamás imaginaste con llegar a ver, palabras que en la vida pensaste que oirías.
A veces, esas pequeñas historias perduran bajo el tiempo, y consiguen salir a flote sin perderse. Por ello, debéis saber que la historia que brevemente os escribo, es el testimonio de un joven que aún vive para contarlo… y que es la más pura muestra de hasta qué límites llega la maldad de un ser humano, y hasta que punto somos capaces de hacer daño a los demás… pero también, hasta qué límite llegan otros para aliviar este dolor, a pesar de que queden marcados de por vida…

No me dijo su nombre, ni quiera lo conocí en persona. Para ser sincera, me hablaron de él en una de mis clases, y me mostraron su historia escrita a ordenador, una que él mismo había hecho para que no se perdiera.
Por entonces él estaba en el Universidad, y no recuerdo por qué motivo, partió África a conocer la labor de las monjas que allí residen. Cuando él llegó, algunas monjas se le presentaron y sin más, lo condujeron dentro de una casa grande donde ellas trabajaban.
Nada más entrar, lo primero que vio fueron hileras e hileras de camas, todas ellas con niños pequeños, desde bebés hasta unos cuantos años más, en los puros huesos, con el vientre totalmente hinchado y la mirada perdida en algún punto lejano.
La mayoría de ellos lloraban, mostrando su dolor desesperado al no tener nada que comer, el sufrimiento de sus entrañas y de pasarse así día tras día, sin rastro de ninguna solución. El eco de sus llantos rebotaba en aquellas paredes, y otros simplemente callaban sin tan siquiera fuerzas para llorar, y esperaban con sus redondos ojos ausentes.
Cuando él llegó y vio aquello, se quedó plantado en la puerta con el horror pintado en el rostro, y lo primero que se le paso por la cabeza fue salir de allí cuanto antes.
Pero en aquel momento una monja se le acercó, y leyendo la intención en su mirada, miró seriamente a sus ojos y le dijo:
-¿Estás aquí para mirar o para ayudar?
El joven se sorprendió ante aquella pregunta, pero aún aturdido no tardó en responder:
-Para… ayudar –musitó-.
-En ese caso –contestó la anciana- sígueme.
La monja caminó hacia el interior de la casa, y condujo al joven, que lo seguía mudo de asombro, por entre todas aquellas camas y todos aquellos niños, que lloraban sin poder hacer nada más.
De repente, la monja se detuvo. Giró sobre sí misma, miró de nuevo al chico y con voz triste le dijo:
-¿Ves a aquel niño? –sus ojos se posaron en una cama cercana- ese que no para de llorar.
El universitario miró hacia aquella cama, y vio a un niño pequeño, no más de un año quizás, de piel oscura y huesos marcados, cuyo vientre sobresalía peligrosamente de su menudo cuerpo. Sus llantos eran los más triste y más puros que había escuchado nunca, casi pudo sentir el dolor en su misma piel:
-Si –asintió- lo veo.
-Bien –contestó la monja- pues ahora, quiero que vayas y lo cojas.
-¿Qué lo coja?
-Si –repitió esta- coge al niño, y dale todo el cariño del que seas capaz.
El joven miró a la monja, sin atreverse ha hacer lo que esta le mandaba, hasta que ella se fue y lo dejó solo con el niño.
No le dio tiempo a plantearse mucho más. Con cuidado, cogió al niño entre sus brazos, intentando controlar aquel triste llanto, y fue meciéndolo poco a poco, de un lado a otro, suavemente. Estrechado contra el calor del cuerpo del joven, los sollozos del bebé fueron cesando, y este, sin poder creer lo que estaban haciendo sus manos, comenzó a cantarle dulcemente y a acariciarle, con lo que las lágrimas del bebé se fueron convirtiendo en suspiros entrecortados.
No supo decir cuanto tiempo estuvo así, consolando al niño con todo el amor del que fue capaz. Sin embargo, al cabo de diez minutos, el joven fue a buscar a la monja con lágrimas en los ojos.
El niño no respiraba.
La monja observó al chico abrazando al bebé contra si, temeroso porque había dejado de respirar. Sin más, la anciana tendió los brazos y cogió al niño.
-Lo sé –suspiró ella- no respira… porque su corazón dejó de latir.
Las lágrimas bañaron el rostro del joven:
-Pero, ¿ha muerto? –preguntó, con voz entrecortada-.
-Si, ha muerto –sentenció la monja- pero ha muerto entre tus brazos…


Escrito por: Alhara.